Mi tío me contó una vez: “A los 50 rompí el cascarón”. Y cuando yo los cumplí, también lo supe. Por fin, comprendí de qué iba esta cosa del vivir. Con 49 años, al mirarme en el espejo llega la conciencia y con ella la realidad: soy frágil y vulnerable. Esto me hace más compasiva.
A pesar de los cambios externos, de la mayor flacidez y cansancio, me siento mejor que nunca. Y, aunque algunas cosas no me gusten, me veo capaz de aceptar todo lo que me ocurre.
Las visitas de Señorita Incomodidad, Doña Ansiedad, Mister Insomnio o Madame Depresión, son pasajeras. Hasta los posibles sofocos de lo que ahora llamo “Plenipausia”, pasarán. Como todo. Cada vez que consigo atravesar estos cambios físicos y anímicos tan profundos sin alarmarme en exceso, resucito.
He tirado todo lo que me sobra y dejado atrás muchas pautas y costumbres que me ataban y entorpecían mi vida. Con estas metamorfosis, despierto a mi maestra interna. Llega el don de aconsejar con amor y humildad para instruir en la disciplina interior, en el camino a casa.
Si te sintieras sobrepasada en esta etapa, piensa en tus tareas, tus creencias y tus relaciones humanas del momento actual como en las ramas de un árbol. Observa cuáles hay que cortar para que puedan germinar nuevos brotes. Y haz un bonito dibujo con el árbol que quieres ser ahora.
¿Si no fuera por el dolor cómo sabría yo despertar?
Ilustración: «Octavo septenio, aligerarse o morir». Acrílico sobre papel hecho con amor por Elena Caballero.